Caso Bankia


Bankia

“Nada perturba tanto la vida humana como la ignorancia del bien y del mal” (Cicerón)

Las ya viejas palabras de Cicerón me parecen ser perfectamente aplicables a la actuación de Bankia, y de sus directivos, en estos últimos años y que, solamente ahora, empezamos a conocer.

Hace unos días amanecimos con un Auto del Juez Andreu  del Juzgado Central de Instrucción Nº 4 de la Audiencia Nacional en el que se imponía una fianza solidaria de 800 millones a Bankia, BFA, Rodrigo Rato, Francisco Verdú, José Manuel Olivas y José Manuel Fernández Norniella, en la pieza separada de responsabilidad civil abierta por causa de la investigación que se está llevando a cabo en relación con la salida de Bankia a bolsa.

 Pero es que, día sí y día también, desayunamos con preferentes y tarjetas black, que parecen ser la guinda del pastel que se han estado repartiendo indiciariamente.

Intentar recapitular a estas alturas sobre los pormenores de cada una de esas investigaciones resulta, cuanto menos, misión imposible, más aún si tenemos en cuenta que cada una de las instrucciones judiciales siguen su curso, no atisbándose un fin próximo a ninguna. Sin embargo, este hecho no impide que la desazón se instaure y que  en el público surja una consternación inusitada sobre la base de una única pregunta: ¿qué han hecho con mi dinero?

Pues sobre eso, el dinero, es sobre lo que gira toda la historia; dinero “ajeno”, a mayores.

En el caso de las preferentes, sin perjuicio de las resultas de la investigación judicial y posterior sentencia, los indicios apuntan a que un producto financiero, tal y como son las preferentes, se vendieron (o colocaron, vaya Usted a saber) como churros a unos compradores que no disponían de los conocimientos mínimos para entender lo que estaban contratando, con el objetivo único de fortalecer el balance de la entidad financiera (la frase “este es el mejor producto para ti” que me han soltado a bocajarro tantas veces al ir al banco comienza a ponerme los pelos de punta y la suspicacia en guardia).

No resultando bastante el capital captado para obtener el objetivo de fortalecer el balance, acabó Caja Madrid o Bankia o BFA (con tanto cambio de nombre, fusión, escisión y acordeón, ya no sé cómo denominar a cada quién para que se entienda) saliendo a bolsa, en una operación que todo parece apuntar que se realizó sobre la base de datos falsos o falseados o, al menos, con unos datos que no representaban “la imagen fiel de la entidad” (vamos, que no era tan buen negocio como nos lo pintaron).

Y, a mayores, durante todo ese tiempo en que colocaban preferentes y se preparaban para salir a bolsa, disfrutaban presuntamente de unas tarjetas especiales de representación (o no, porque ese extremo aún no se ha probado) con las que podían comprar obras de arte religioso, ropa interior para su señora (o al menos, para una señora, creo), e irse de cena, copa y jarana, aunque quizá esto último sí entre dentro del ámbito de la representación pues, al fin y al cabo, cómo mejor congraciarte con un posible inversor que invitándolo a la mejor fiesta en la que jamás haya estado.

Lo abrumador, lo desconcertante, en toda esta historia de alta banca es la naturalidad con la que todo se desarrolló. ¿Que me dan una tarjeta sin ton ni son? Pues la uso. ¿Que hay que conseguir financiación? Pues tira de los viejecillos que tienen plazos fijos que no usan si, total, tampoco se van a dar cuenta. ¿Que no es suficiente? Pues salimos a bolsa, que con una buena campaña publicitaria y unos cuantos amiguetes que nos ayuden a colocar las acciones, lo tenemos todo arreglado.

Y, ¿a nadie le pareció que algo, sólo algo, de todo eso estaba mal?

Hay otra frase de Cicerón que me viene a la memoria en este caso: “inter arma enim silent leges”, algo así como que en la guerra las leyes callan. Quizá la alta banca se pueda considerar una guerra, un conflicto en el que los diferentes interesados luchan por obtener un poco más de terreno, un poco más de cuota de mercado, con el que obtener más beneficios. Quizá, y espero que solo quizá, cuando las cosas van bien, no se aplican las normas con tanta rigurosidad como se debieran, con ánimo de no causar más daños que los que ya se causan los unos a los otros en esa guerra de precios e intereses. Pero, entonces, ¿para qué imponerles normas en un principio? ¿Por qué exigirles responsabilidad después? ¿No era más fácil hacerlo bien desde el comienzo?

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