En cuanto a la reforma constitucional, desde Jellinek, la Doctrina viene aceptando que existen tres grupos de factores jurídicos que la limitan. Estos grupos serían:
A) Límites externos: pueden provenir bien del Derecho del propio Estado, como sucede en los casos de un Estado miembro de un Estado federal, o bien del Derecho externo, como los derivados de la pertenencia a organizaciones supranacionales como la Unión Europea. También algunos autores consideran límites de este tipo los principios de Derecho natural que el poder constituyente no puede vulnerar.
B) Límites autónomos: Derivan de la propia Constitución que se pretende reformar, y se concretan en el procedimiento de reforma constitucional establecido en la propia Norma Suprema.
C) Límites absolutos: se trata de límites tales como lo que Jellinek denominaba “la imposibilidad de prohibir la Constitución su propia reforma”, pues ello implicaría la inclusión de una cláusula implícita de llamada a la revolución.
En el caso español, la reforma constitucional puede llevarse a cabo tanto a través del procedimiento ordinario del art. 167 CE como del procedimiento agravado establecido en el art. 168 CE, según la materia que se pretenda concretamente reformar.
En España hoy existe una importante corriente de opinión que demanda la reforma de la Constitución, si bien, no parece existir un gran acuerdo sobre los aspectos concretos a reformar.
Sin embargo, esta importante corriente actual era hasta tiempos muy recientes exactamente lo contrario, pues, no se quería oír hablar de reformar la Norma Suprema. Tal vez por eso, en la primera de las modificaciones constitucionales, pues tengamos presente que se han efectuado ya dos modificaciones de la Constitución: una en 1992 y otra en 2011, pudo un parlamentario llegar a comentar que “el fruto, de no querer oír hablar de reformar la Constitución, ha sido modificarla sin hablar de su reforma, sin que medie un debate que merezca tal nombre”. En la otra reforma habida en el año 2011, se siguió el mismo, o peor, procedimiento.
En estos momentos, parece necesario abordar dicha reforma constitucional, pero teniendo en cuenta que la vigente Constitución es portadora de determinados valores que deben ser requisito fundamental en cualquier modificación que se pretenda de dicho texto.
Ciertamente, la Constitución, como decisión básica acerca de los valores sobre los que se asienta la convivencia y sobre las reglas que rigen la vida política, presupone un acuerdo esencial, inspirado en un sentimiento de concordia, de los habitantes de la nación, de una vida en común desde tales valores y principios. Es cierto que el transcurso del tiempo hace que surja la necesidad de ajustarla a una realidad siempre cambiante, siendo necesario dar respuesta a problemas que el legislador constituyente no llegó a plantearse. Pero, del mismo modo que cuando se redactó se hizo patente la necesidad de recurrir a la vía del consenso, hoy y siempre, la Constitución debe seguir siendo una decisión esencialmente consensuada. El texto constitucional debe seguir siendo de todos y de nadie; sus reformas no pueden provenir de impulsos o de decisiones ajenas a la amplia reflexión que supuso el proceso constituyente en 1977-78.
Esta necesidad de un amplio consenso, como requisito imprescindible para la reforma constitucional, conlleva el sostener la necesidad de un amplio diálogo entre las fuerzas políticas; diálogo que requiere afán de concordia y un clima de cierto sosiego que no siempre se aprecia en la vida política actual.
La reforma que precisa la Constitución de 1978 implica la necesidad de que los partidos políticos sean capaces de conciliar la confrontación cotidiana, con una órbita de sosegada reflexión para la mejora del sistema político. Por ello, el mayor peligro para una adecuada reforma constitucional, radica en la excesiva crispación con la que se afronta el debate constitucional, por lo que procede pedir a los dirigentes políticos que se propicie el necesario sosiego para analizar los ajustes constitucionales que demanda un futuro cada vez más cercano.
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