El acto administrativo, en un sentido amplio, no es más que un acto jurídico dictado por una Administración y sometido al Derecho Administrativo, aunque cuando entramos a su análisis en detalle podemos, y debemos, realizar muchas puntualizaciones para intentar emplear un concepto más restringido. No en vano, por ejemplo, un Reglamento se puede entender como acto jurídico dictado por la Administración y sometido a Derecho Administrativo pero su inclusión dentro de las fuentes generales del Derecho, pues el Reglamento no deja de ser una norma jurídica, hace que sea más conveniente analizarlo en ese plano, el normativo, antes que en el ámbito de la actuación de la Administración Pública.

Lo mismo podríamos decir de los contratos públicos, que no dejan de ser actos jurídicos contractuales, pero cuyo su estudio resulta más conveniente enmarcarlo dentro de la teoría de la contratación pública, con sus puntualizaciones, salvedades y particularidades varias, antes que en la actuación administrativa, vamos a decir, “diaria”. También la especialidad de los actos administrativos de ejecución, es decir, aquellos en los que la Administración emplea la coactividad, provoca que su estudio resulte más lógico hacerlo en un aparte antes que en términos generales.

En consecuencia, el acto administrativo se reduciría al acto jurídico unilateral de la Administración, distinto de un Reglamento, consistente en una declaración y sometido al Derecho Administrativo.

Si lo anterior no deja de ser una definición doctrinal del acto administrativo, muy próxima a lo señalado por el ya fallecido D. Eduardo García de Enterría, una explicación más llana y clara puede resultar adecuada.

Así, para que nos entendamos, el acto administrativo es la forma de expresión más habitual de la Administración Pública: cualquier notificación que puede acabar en nuestro buzón (tanto físico como el virtual que han creado algunas administraciones) pone en nuestro conocimiento un acto administrativo, una decisión sobre algo tomada por la Administración. Igualmente, cada vez que nos dirigimos a una Administración Pública, damos inicio a un procedimiento que se va a ver conformado a través de diferentes actos de la Administración y que, también, cómo no, va a terminar por un acto.

Ahora bien, las peculiaridades de los actos administrativos, como se ha dejado entrever, son muchas. Entre ellas podemos indicar la clasificación de los actos en expresos, tácitos y presuntos.

El acto administrativo expreso es aquel en el que la Administración manifiesta de forma clara e inequívoca su voluntad, sin perjuicio de que en numerosas ocasiones para entender lo que la Administración quiere haya que consultar a un abogado experto en Derecho Administrativo.

El acto administrativo tácito es aquel en el que no existe una manifestación expresa de la voluntad de la Administración pero de su forma de actuar podemos inferirla.

El acto administrativo presunto, por último, será aquel en el que no hay ni manifestación de voluntad ni indicio alguno de la voluntad de la Administración de la que podamos deducir que ha tomado una posición concreta pero que, no obstante, produce efecto jurídico.

Siendo más claro, supongamos que solicitamos algo a la administración. En primer lugar, tenemos que tener presente que la Administración, en todo caso, tiene obligación de resolver, es decir, de darnos contestación. La contestación que nos dé será un acto administrativo expreso. Pero, ¿qué ocurre cuando no nos contesta? A parte de que la falta de contestación de la Administración es uno de los supuestos más habituales, es en esta situación, y otras muchas, en la que entran en juego los actos administrativos tácitos y presuntos. El acto tácito surgiría cuando no nos contestan pero siguen con el procedimiento de forma normal, haciendo caso, por ejemplo, a lo que les hemos dicho pero sin contestarnos. El acto presunto es aquel del “nunca más se supo” pero que al final conlleva consecuencias.

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