Las aguas que surcamos en nuestro viaje a través de las eximentes de responsabilidad criminal vuelven a tornarse turbias al tener que enfrentarnos a una nueva eximente, tal cual es el miedo insuperable. Sin embargo, tal y como hemos hecho con las eximentes de la edad, la enajenación mental, la intoxicación plena las alteraciones de la percepción, la legítima defensa y el estado de necesidad, y pese a haber sufrido un naufragio en esta última, no dudo que seamos capaces de bregar con los problemas que esta nueva situación nos confronta tras sacar a flote nuestra embarcación.
En primer lugar, el art. 20.6º CP dispone que: “está exento de responsabilidad criminal el que obre impulsado por miedo insuperable”. Parco en palabras y directo al grano se muestra el Código Penal en este punto, pero, como casi siempre en estos casos, hay más leña que la que arde.
El miedo insuperable se viene considerando por los autores en esta materia del Derecho Penal bien como una causa de exclusión de la culpabilidad o bien como una causa de exclusión de la imputabilidad del sujeto que la padece al momento de cometerse el delito. Diferenciar lo uno de lo otro resultaría harto tedioso e improductivo toda vez que en sus efectos se reúnen puesto que, de existir el miedo insuperable, la consecuencia será la exención de responsabilidad, dando igual si de derecho se produce por una u otra vía.
Pero, ¿qué es el miedo insuperable?
El Tribunal Supremo, entrando al trapo, ha definido el miedo, con mucho arte, como un estado emocional producido por el terror fundado de un mal efectivo, grave, inminente, que sobrecoge el espíritu, nubla la inteligencia y domina la voluntad. Podemos, así, considerar que el miedo a tener en cuenta en Derecho Penal será el miedo cerval, intenso y grande, que se produce cuando alguien se cisca de miedo (séame permitida la expresión).
En la definición que aporta el Tribunal Supremo podemos detectar una serie de requisitos como serían la existencia de un mal que nos amenaza y que provoca un efecto sobre las facultades intelectivas y volitivas, de forma que nos veamos avocados a actuar, y en ese actuar surja el delito.
El problema está en cómo medir el miedo, con qué compararlo para poder considerar que nos encontramos ante el abotargamiento de la mente y la inteligencia. A falta de mejor criterio, considera el Tribunal Supremo que el miedo es insuperable cuando el hombre medio, el hombre “normal”, en la misma situación no habría tampoco podido dominarlo, es decir, tomaríamos en cuenta la consideración social del miedo, el que se distinga la existencia del mismo y sus consecuencias, de forma que se satisfaga la idea social del miedo.
Suponed, por ejemplo, que un delincuente os dice que tenéis que cometer un delito y si no, sufrirán vuestros hijos, aportando datos sobre los mismos (sus costumbres, sus rutinas…) de forma que llegáis al pleno convencimiento de que la amenaza de causarles un mal a vuestros hijos es seria e inminente. Lo lógico es pedir ayuda, llamar a la policía, buscar métodos alternativos a la comisión del delito propuesto para conseguir salvar a los hijos. Pero ahí es justo donde entra en juego el miedo, la secuencia sin fin que comienza con un “y si les pasa algo…”, cuando toda lógica racional salta por los aires y la única vía de acción que se nos ocurre es hacer lo que nos dicen para que no les pase nada.
Sin embargo, el miedo insuperable no tiene por qué provenir de otra persona. Cierto es que así será en la mayor parte de las ocasiones pero también podría esto se debe a que se exige que provenga de un estímulo externo. En este sentido, también existiría el miedo insuperable si perdidos en la montaña mientras escucháis aullar a los lobos, encontráis una cabaña y la allanáis bajo el criterio de “mejor a resguardo antes que ahí fuera”. El miedo existe y en ese momento poco importan las consecuencias.
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