El poder Judicial
Cuando los revolucionarios franceses se alzaron contra el Antiguo Régimen a finales del S. XVIII, entre otras muchas cosas, buscaban la separación de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial); poderes que hasta ese momento habían ostentado con todo tipo de lujos y perversiones los diferentes monarcas absolutos que venían reinando en Francia (o, para el caso, en todos los Estados de este continente nuestro).
Muy en resumen, pues tampoco pretendo dar lecciones en teoría política, la separación de poderes propugna que cada cual haga lo suyo y vigile lo que hacen los demás. Así, el poder legislativo crea las leyes y vigila al poder ejecutivo; el poder ejecutivo implementa las leyes, gestiona el país y pone en jaque al ejecutivo; el poder judicial juzga de acuerdo a las leyes y controla a los otros dos. En nuestro país estos poderes están representados: el primero, por las Cortes Generales, compuestas del Congreso de los Diputados y Senado (bicameral, por tanto, para que la discusión política se pueda realizar sosegada y reposadamente); el segundo, por el Gobierno; y el tercero y último, el judicial, por el Consejo General del Poder Judicial, como cabeza visible de la planta judicial, cuyo Presidente es, además, Presidente del Tribunal Supremo (supremo, porque no lo hay más alto, pues el Tribunal Constitucional no está dentro de los tribunales “ordinarios”).
Lo curioso del asunto es que, siempre, en la enumeración de los poderes, el judicial va el último, no sé muy bien si por inercia, costumbre o tendencia inconsciente a relegarlo.
Sin embargo, por mucho que la situación actual me lleve a pensar, frecuentemente, que el poder judicial es el hermano pequeño, enclenque, feo, deforme y, a veces, algo retrasado, me niego a aceptarlo.
Pero, ¿por qué pienso esto si, para más inri, me dedico con devoción, y un poco de arte diría yo, a esto del Derecho? Pues, aunque parezca mentira, porque me dedico al Derecho. Vayamos a los hechos.
La Justicia (y la mayúscula no es una falta de ortografía) es lenta, cuando no debiera. Parece ser que decía Horacio que “la Justicia, aunque anda cojeando, rara vez deja de alcanzar al criminal”. Pero ver a la pobre Justicia cegada por la venda, cargada con la balanza, coja y arrastrando la espada… como que da un poco de pena. Pena que nos entra todos los días cuando al entrar en la oficina de un juzgado (uno cualquiera, elige el que prefieras) sorteas cientos de expedientes (estanterías) abarrotadas de suelo a techo, mesas en las que no se escribe, se archiva, con torres de expedientes que te impiden ver al funcionario y que te recuerdan la manida frase “del peso de la ley” , sillas en las que ya no se sienta nadie por estar perpetuamente ocupadas por expedientes y, finalmente, el suelo , con aún más expedientes); pena que nos embarga cuando a un cliente te ves en la obligación de decirle que su juicio está previsto para 2017, 2018 ó 2019; pena, en fin, que parte el alma cuando llegado el día del juicio, toca aplazarlo por las circunstancias .
Pero, cuando llevas un tiempo dedicado a la profesión, dejas la pena atrás y te entra la rabia: rabia por la falta de medios; rabia por la falta de jueces; rabia por la impotencia, que se acrecienta cada vez que alguien salta con una nueva ocurrencia.
Por si todo esto no fuera poco, el viernes pasado amanecimos con la convocatoria de la oposición para la Carrera Judicial y Fiscal en el BOE, padrenuestro de las reformas de cada día. Recién horneada y fresca, la convocatoria pretende solucionar el colapso de la justicia con 65 nuevos jueces y 35 nuevos fiscales, y eso que había quien vaticinaba que iban a ser 300. Solo en lo que va de año se han convocado más puestos de libre designación que plazas para funcionarios…
Y aún así, estando la cosa mal y pintando peor, mantengo la ilusión, y espero no ser el único, de que un día de estos el hermano pequeño y feo de todos los poderes resulte que no era más que un cisne entre patos y, como en el cuento, alce el vuelo más alto que el resto.
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