Es sobradamente conocida la historia constitucional española del siglo XIX. Los partidos políticos españoles no solían buscar una reforma más o menos puntual de la Constitución vigente, sino pura y simplemente su sustitución por otra, acorde con su ideologizada visión de la organización del Estado y de la vida pública. Esta sucesión de órdenes constitucionales que, con alguna rara excepción, eran meras normas confeccionadas con estrecha visión de partido y poco aceptables para amplios sectores de la ciudadanía, explica, en buena medida, la historia constitucional española, repleta de movimientos pendulares.
Diversos constitucionalistas han sostenido que una de las causas de la inestabilidad de nuestras constituciones históricas radicaba en lo que el profesor García Trevijano denominaba la “exigencia taumatúrgica” de las Constituciones por parte del pueblo español “y, sobre todo, de su clase política”.
Se cita, a modo de ejemplo, por quienes mantienen esta teoría el que “la Constitución de Cádiz apareció a ojos de muchos (y así lo decía su artículo 13) como el instrumento para conseguir la felicidad de la nación”. Precisamente esta tendencia a lo milagroso, proveniente de una religiosidad mal entendida profundamente instaurada en el pueblo español, sería una de las causas de esta visión de la Constitución como capaz de producir prodigios por sí misma, según una parte de la doctrina.
Es cierto que algunos autores que coinciden en señalar como una de las causas de la inestabilidad de las constituciones históricas esa exigencia taumatúrgica, no lo atribuyen a tales connotaciones religiosas, sino que, para ellos, derivaría del desenvolvimiento e unas ideologías cerradas en cuya “verdad política” se creía como cosmovisión que contenía fórmulas constitucionales capaces de resolver no sólo cuestiones de organización de la vida política, sino prácticamente cualquier problema que afectase a la vida colectiva en todas sus facetas, económica, cultural, social….
Sobra decir que, tan pronto como un texto constitucional no producía los efectos curativos, plenos e inmediatos, que del mismo se esperaban, se pasaba a confiar en conseguir tales resultados, no menos milagrosos, de su derogación y sustitución por una nueva Constitución.
Esta visión de nuestro pasado constitucional resulta especialmente apropiada en estos tiempos en los que, en los escasos años (entiéndase el cómputo en períodos de vigencia constitucional comparada) de la crisis económica, hemos pasado de una generalizada idealización excesiva de la vigente Constitución de 1978 hasta tratar de situarla como la causa de todos los males, por lo que en todos los partidos españoles se ha asentado la creencia de que la reforma constitucional, cuando no su simple y pura derogación y apertura de un nuevo período constituyente, resolverá, por sí misma, los graves problemas que afectan al conjunto del Estado.
Parecería que nada hemos aprendido de nuestro pasada historia constitucional y las famosas “exigencias taumatúrgicas” a la Constitución se mantienen en estos tiempos de aparente laicidad y alejamiento de la influencia religiosa. La Constitución, cualquier constitución, establece el marco para el desarrollo de la vida política de un Estado, pero no puede sustituir las incapacidades de los líderes políticos para encontrar soluciones a los problemas sociales o económicos. En pocas ocasiones la causa del problema estará en una Constitución democrática, como es la nuestra, ya que bien una interpretación diferente del dictado constitucional o ligeras reformas ampliamente consensuadas, en los caso más extremos, permitirían afrontar las cuestiones más espinosas, si los dirigentes políticos tuviesen la habilidad suficiente para encontrar las soluciones que faciliten la convivencia.
En definitiva, la Constitución, cualquier constitución, no es la causa de los problemas, ni la solución de los mismos, por sí sola; y ello, porque la Constitución ni es Lucifer, ni la Virgen de Fátima.
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