Nuevas leyes


Es por todos conocida la afición del Legislador de modificar leyes, reglamentos y normas de toda clase, pelo y calaña. Ni una se salva.

Unas veces la modificación no es más que un retoque con abrillantamiento, una pequeña sesión de chapa y pintura legal, a causa de la solera y el bouquet que adquieren con el transcurso de los siglos; siglos, sí, puesto que el Código Civil  vigente comenzó su andadura en 1889, la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881  está vigente en cuanto a los actos de jurisdicción voluntaria (llevamos 15 años con el alma en vilo, desde que la “nueva” Ley de Enjuiciamiento Civil del 2000 nos prometiese una Ley sobre la Jurisdicción Voluntaria), la Ley de Enjuiciamiento Criminal, especialmente pensada para el robagallinas es de 1882 mientras que el Código de Comercio  actúa desde 1885. De la antigüedad de todas estas leyes, pareciera que en el siglo XX no se hubiera creado regulación.

En otras ocasiones, la modificación de la ley no es más que el subterfugio para la obtención de un rédito político barato. Son numerosas las veces en que, como sociedad, nos hemos enfrentado a situaciones dramáticas y dantescas que se han pretendido solucionar a golpe de delictazo, creando figuras delictivas o agravando las existentes con más o menos tino, a gusto de cada cual lo dejo, pero siempre con premura, poco pensamiento y ninguna mención, en los mismos telediarios en los que se publicita, a la aplicación irretroactiva de la ley penal (salvo la favorable para el reo, todo sea dicho). De igual modo, descubrimos modificaciones de esta índole en todas las ramas del Derecho, pensemos, por ejemplo, en el aborto, la educación o, si preferís, en los impuestos.

En menos ocasiones el Poder Legislativo, y a sabiendas de su cometido y relevancia en mayúsculas lo nombro, realiza una modificación verdaderamente significativa bien por el planteamiento o bien por lo pretendido. Son escasas las situaciones en las que se aprecia un trasfondo meditado, un articulado coherente y comprensible, con ánimo de perpetuación, de cambiar la dirección y vencer a la inercia. Ejemplos de esto hay menos, pero haberlos, haylos. La Ley de Enjuiciamiento Civil del año 2000 comenzó con buen tiento aunque pronto acabó a la deriva superada por las circunstancias y por la indecisión del legislador; el Código Penal de 1995 fue un ejemplo en su día, al romper con el previo de 1973 en muchos aspectos, pero que ya en 2015 nos tira en las costuras de la toga tanto por causa de la gran modificación de 2010, que reconoce la responsabilidad criminal de las personas jurídicas por primera vez en nuestro Derecho, como por el intento de adaptación con mejora que el Martes Santo último nos amaneció en el Boletín Oficial del Estado, de la que aún no tengo claro si destierra las faltas al limbo del derecho administrativo o las reconvierte en delitos y que introduce la pena de prisión permanente revisable, a. k. a. cadena perpetua, junto con todas las demás mini-modificaciones y ñapas de los últimos años.

Esta querencia legislativa a la modificación en la generalidad de las veces supone para los profesionales, de esta cosa indefinible que es el Derecho, un reto; un reto a la paciencia, las más, y al intelecto, las menos, por cuanto los procedimientos se extienden a lo largo de muchos años y no son pocas las veces que el derecho transitorio brilla por su ausencia, y los ciudadanos, que en definitiva es ante quienes hemos de rendir cuentas, no acaban de ver en qué les afectan.